Mis días de vagabundo

…uno va aprendiendo de sus errores. Y como últimamente estaba tan disperso, era la cuarta o quinta vez que me echaban.

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Cuando llegó, el profesor Cozzi anotó en el pizarrón dos nombres nuevos:

Matías Alvarenga
Santiago Donadía

Eran, tristemente, los alumnos de la escuela que habían fallecido en la guerra. Se sumaban al nombre del otro día, Ezequiel Morales. El profesor estaba visiblemente acongojado.
Después de unas palabras que no estaban referidas a eso, repartió los temas y comenzó la prueba. Yo no había estudiado nada de nada, así que sólo esperé. Las veces anteriores había estudiado, pero no había caso. Algo pasaba en mi cabeza, no estaba funcionando para nada bien. Así que esperé y esperé, haciendo que anotaba esto y aquello, fingiendo preocupación a veces. El profesor Cozzi estaba sentado en su escritorio, y cada tanto paseaba por el aula con una mirada severa.
Todas las pruebas tenían el mismo factor: comenzaban en el mayor silencio, y de a poco los ruidos iban creciendo; subía la fricción, el movimiento, y el abejorreo bajito de un alumno consultando a otro. Lo mío no era consultar sino espiar; el ex de mi mamá siempre decía que tenía vista de lince. También decía siempre que yo era un pelotudo inservible y también que mi mamá era una puta atorranta, así que las cosas no pudieron ir muy bien, pero yo sí tenía buena vista. Así que esperaba ese momento en que el ruido general subía para que el profesor tuviera varios motivos o puntos de distracción, para arrimarme a Simón y mirarle la hoja. Él ya sabía. En primer lugar, a Simón siempre, o casi siempre le iba bien. En el año apenas había reprobado dos pruebas, una de geografía (la de las colonias inglesas) y una de biología (ni siquiera sabría decir de qué era). Él sabía, entonces. Letra grande. Cuando terminaba una respuesta acercaba la hoja suavemente hacia su izquierda para acercarla a mí y levantaba mucho el codo rascándose la oreja para que yo pudiese advertirlo; era la señal. Y después, yo hacía magia. Eso debo reconocerlo, además de una vista de lince, siempre tuve la capacidad de improvisar y de elaborar. Leía la respuesta de Simón y elaboraba una totalmente diferente. No solo con las palabras, sino con el enfoque y el contenido. Incluso si notaba que la respuesta era muy amplia o específica, podía variar con sutileza el contenido para que tuviese diferencias sustanciales, aún cuando algo podía ser erróneo. Y cada tanto sucedía la rareza, de que yo aprobara y Simón no, como con la de geografía de las colonias inglesas: me saqué 7 y él un 4.
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Ego

…uno se acostumbra a todo, incluso a creer ser lo que uno no creía que era.

Ego

I.

Reconozco que lo que pasó con Cinthia muestra mi ego en su esplendor, pero yo me enamoré de ella. Está bien, podría haberlo evitado al principio. Debería haberlo evitado, era la novia de Juan. Las primeras veces que nos vimos fue en las reuniones que se hacían en su casa, en esas de sábado o domingo a la tarde en que éramos unos quince retardados – porque decir personas sería ambicioso – y el plan era pasar la tarde sin ningún plan. Y algunos jugaban a las cartas y otros salían y volvían con unas gaseosas – que generalmente tomaban ellos solos – o se ponían a jugar a la Play. Todo muy suelto, «reuniones anárquicas» llegamos a llamarlas. Pero como los padres trabajaban de enfermeros en Azul y viajaban los fines de semana, era inevitable que la casa se convirtiese en un rejunte de gente.
¿Qué queda después que una relación termina? En mi caso, creo, algunos detalles y particularidades que en el momento parecían sin importancia pero que permanecen en mi recuerdo. Con Ro, por ejemplo, la manera obsesiva que tenía de plegar las bolsas de los supermercados y doblarlas hasta que quedaran hechas pequeños triangulitos. Así se aprovecha mejor el espacio. De Emilia aquel trágica día donde muy tarde me di cuenta que la amaba y daría cualquier cosa por estar con ella, cuando fuimos a la plaza y ella llevó para que jugáramos al fútbol con su hijo, unas tarjetitas de árbitro. Pensé que era algo tan irracional – un hombre y un niño jugando a pasarse la pelota y una mujer atrás, como árbitro, con unas tarjetitas roja y amarilla – que mostraba que su amor era gigante. Lo cierto es que meses después de la ruptura, seguí encontrado aquí y allá alguno de los triangulitos plegables. Y el recuerdo de las tarjetitas todavía me indigna. ¿Y de Cinthia, entonces? ¿Qué me quedó? Sigue leyendo