Sonría igual

…me sentí dispuesto a llegar a las últimas consecuencias.

Sonrisa

I

Hacía dos días que Celia había mandado un mail diciendo que faltaba una notebook, que por favor si alguno la tenía que la regresara a Sistemas o lo notificara. Nadie había respondido, al parecer. Pero ayer, antes de que todos nos fuésemos, escribió de nuevo, usando un tonito diferente, bastante más grave. No era la primera vez que se robaban algo, y las cosas se estaban calentando un poco. Yo llegué tarde porque me había demorado en la funeraria y después se me complicó estacionar. Lo de siempre, hasta las 9 era fácil encontrar dónde tirar el auto, pero ya después de esa hora estaba tan lleno que tuve que dejarlo en Rosetti.
Al llegar le pregunté a Lucy si se había hablado algo de la maldita notebook y me dijo que no.
– Si piensan que alguno se la robó, que investiguen como se debe, pero que no acusen a todos los empleados de ladrones – dije molesto.
Lucy me miró como extrañada, quizás no muy habituada a mi tono.
– ¿En serio decís? ¿Pero cómo querés que investiguen?
Su respuesta me cayó mal. No era tan difícil de entender.
– Lucy, a mí no me importa eso – le dije algo sobresaltado. – Yo no quiero que investiguen nada. Es tema de ellos. Pero no digas que «yo» quiero que investiguen porque algún boludo siempre escucha y repite, ¿viste? Como si yo fuera el que está caliente porque se afanan las cosas y empiezo a armar quilombo. Y después soy yo el que queda en el medio del quilombo, y vos seguís sentadita con cara de buena.

Le cayó mal. Muy mal, diría. Vi cómo las fosas nasales se dilataban y una vena en la frente se le encendió de golpe, palpitando. Me di cuenta que estábamos entrando en esa dinámica vertiginosa y espiralada donde cada comentario agrega un nuevo nivel de agresión y todo termina con gritos, cosas volando y alguien muy lastimado. Pero la verdad, a pesar del aprecio que le tengo a Lucy, en ese momento no me importó ni un poco. Me sentí dispuesto a llegar a las últimas consecuencias, como cuando alguien se baja del auto para pelearse con otro conductor sin saber siquiera si su desconocido rival lleva un cuchillo, o un revolver, o está más loco que él.
Lucy atinó a mirarme con cara extraña. Intuí que decidió bajarse de la batalla.
– ¿Te sentís bien, Javier? – preguntó con un lenguaje corporal muy rígido. Como mi esposa, como todos los que tienen confianza conmigo, si me dice Javier es porque estaba enojada. Pero podría haber dicho Cuchi o Gordito Lindo, que igualmente sus ojos tan abiertos y la tensión en sus pómulos mostraban el enojo.
– Me siento perfecto – le dije sin mirarla y dando por cerrado el incidente.
Ya eran cerca de las once y mi pensamiento automático, ineludible, fue que una semana atrás ya me hubiese fumado cinco cigarrillos y estaría por fumarme el sexto. Solía fumar uno a cada hora. Y en estos días si bien creía haber superado cierta dependencia física, se me incendiaba la mente con el recuerdo de ese humo maravilloso bajando desde mi boca hasta los pulmones. Ese humo que según el médico no debería volver a probar en mi vida.
La siguiente hora y media la pasé tratando de cerrar el informe de costos de obra de marzo. Algo que me llevaba siempre dos horas y ahora me estaba llevando dos días. Entre los números y las sumas y las validaciones se iban filtrando como una madeja incesante, mis sentimientos de inconformidad, un disgusto que latía y que de cierta manera trataba de aplacar o de no dejar que saliese tanto a la luz. En el desorden la agregaba a Celia con su estúpida caza de brujas, pero yo sabía que eso no era importante y que era un mecanismo que tenía mi mente para exteriorizar las cosas que iban más por lo profundo.
Pero lo bueno era que yo estaba en la oficina, y a mi alrededor había gente y que el mundo seguía. En mis días más tristes siempre encontré consuelo en saber que todo lo demás seguía invariable y que las vidas de la gente continuaba con sus miserias y maravillas, pero no alteradas por mí. Un ceteris paribus del orden mundial. El sol, impiadoso, no dejaba de dar calor porque yo estaba llorando o porque la angustia me había sacado las ganas de respirar. Tardé en comprenderlo, pero terminó siendo un consuelo. Aún con el dolor que me generaba ese lado despiadado. ¿Cómo era posible, la gente seguía su vida como si nada, y yo estaba tan triste? La ironía del tamaño insignificante que tiene uno en el mundo.  Todo sigue. Todo pasa.
Después de almorzar volví a mi escritorio y al lado de Lucy estaba Roxana. No en mi silla, se había traído otra, pero ocupaba el espacio cercano. Me senté y traté de meterme en mis cosas, pero hablaba como para que todos la escuchásemos.
– …y por miedo a que se volviera a enojar no le escribí – decía – Te juro que a cada rato revisaba y lo veía conectado. Encima a veces me aparecía como que estaba escribiendo, pero nunca me llegaba nada. ¡Me palpitaba el corazón, Lucy! Estoy hecha una boluda, ya sé. El tema es que no me escribía y pasaron más de dos horas. ¿Tan difícil era responderme? El tema es que ya eran como las doce de la noche así que no me aguanto más y le escribo. «¿Pensaste lo que te dije?» le pongo. Pasan dos minutos, tres minutos. Esos minutos eternos que no parás de pensar boludeces. Entonces veo que está escribiendo y entonces me dice, el muy hijo de puta «¿De qué me hablás, Ro?». El tema es que le cuento de nuevo y me dice que no lo había visto (mentira, yo vi el visto de «leído» a tal hora). Tardó en hablarme de nuevo y me dijo que tenía que ver, que no sabía si era el momento, que dar un paso adelante siempre le costaba porque lo habían cagado mucho en la vida y blablablá. El tema es que yo como una boluda me re angustié y me puse a llorar y lloré toda la noche. Me desperté con los ojos como dos huevos duros. No sabés Lucy, el tema es que estoy tan cansada de esto…
– El tema es que esto me hace acordar – dije yo totalmente de metido, girando la silla y mirándolas a ambas. Con una sorna muy sutil, tanto que no llegó a apreciarla – que cuando éramos chicos, con mi hermano nos perdimos cuatro días en el cerro Fitz Roy, ahí en Mendoza, ¿viste? Yo tendría 8 años y él 10, ponele. ¡Cuatro días! Mientras esperábamos el rescate, sin saber si nos íbamos a salvar o nos íbamos a morir de hambre, de sed, comido por alguna bestia o simplemente por ser niños ignorantes,  en esos días nos alimentamos con hojas, algún frutito silvestre y lamíamos una grieta húmeda de la pared para no deshidratarnos. Fue duro. Durísimo, algo extremo. Me acuerdo y me late el pecho.
– ¿En serio te paso eso? – dijo Roxana asombrada – No sabía nada, que loco. Pero perdón, ¿qué tiene que ver con lo que yo contaba? Era sobre mi nuevo novio. Bah, novio…
– Tiene que ver, Roxana querida – dije ya de mala gana – que lo que te conté es un problema real y no una boludés que te pasa cuando tenés 15 años y te hacés drama porque en tu fiestita de mierda no va a estar el flaquito que te gusta. Con la diferencia de que vos tenés 40 años y ya te bajaste más muñecos que Rambo en todas las películas juntas, así que tendrías que aprender a manejar estas cosas, ¿no te parece?
Al principio no entendió la situación. Pero la vi quebrarse. Desmoronarse. De adentro hacia afuera. Fue un segundo donde se le paralizó la mirada. Uno no puede usar un poco el instinto que ya los demás se escandalizan. Sin decir nada, agachó la cabeza como para empezar a lloriquear. Y Lucy sintió, claro, que tenía que defender al gremio.
– Che, sos un animal. ¿Qué te pasa hoy? ¿Cómo le vas a decir eso? Se te salió la cadena, nene, ¿qué te pasa? Sos un tarado.
Había empezado a llorar tan fuerte que tuve que irme. Mejor, porque ese aire me asfixiaba. Hubiese dado un brazo y una pierna por fumarme un cigarrillo. Pero fui a la cocina a prepararme un café. El de la máquina no tenía buen sabor así que quise hacerme un batido, pero no encontraba el frasco de instantáneo. Mientras lo buscaba entró Raúl, que había sido mi jefe cuando estaba en Compras. Buen tipo. Un poco raro. Era fan de las artes marciales, y como no tenía mucho tiempo para entrenar, a veces se ponía a tirar piñas y patadas en los pasillos.
Me ayudó a encontrar el frasco y me puse a preparar para ambos. Dos de café y dos de azúcar para cada uno. Aunque él solía tomar con edulcorante, me dijo. Yo estaba un poco cansado. Anhelé las seis y media y el sillón de mi comedor.
– Javi, me dijeron que dejaste de fumar. – me dijo acomodándose los lentes. Yo batía.
– Sí, lamentablemente dejé hace seis días.
– ¿Pero cómo lamentablemente? ¿Qué actitud es esa? Es una muy buena noticia.
Sin dejar de batir levanté mi mirada y la clavé en la suya. No había humor en mis palabras.
– Si, es una noticia genial el ya no hacer más algo que me hacía sentir bien y me relajaba.
Él lo interpretó como un chiste o una ironía, y despachó una sonrisita lateral.
– Bueno, pero no lo veas así. Te estás cuidando la salud.
– Mi viejo no fumó un cigarrillo en su vida y se lo comió el cáncer. Te la pasás cuidándándote y después te agarra el 152 en la calle Santa Fe y te lleva al cementerio.
– Bueno, hoy estás re positivo, eh. – dijo abandonando la posición de comodidad que había adoptado, apoyado sobre el marco de la puerta. Yo empecé a poner el agua caliente del dispenser en las dos tacitas – ¿Dónde está el Javier que conocemos, alegre y amable?
– Quizás se quedó fumando un pucho en la esquina. Ahora el único que hay es este.

II

Luego de revolver puse la tapa en la cacerola y fui al living. Pao estaba haciendo zapping sentada en el sillón. Cuando llegué se recostó a lo largo y a pesar de mi tamaño me acurruqué dentro de ella. Sus brazos al rodearme le dieron sentido al día, como no lo había hecho nada antes. Tomé el control y busqué algún canal de deportes. Me contó que se había encontrado con sus hermanas para almorzar. Que la habían pasado muy bien. Flor había sacado los pasajes para Europa.
– Hoy los mandé a cagar a todos en el laburo. – dije cuando terminó de contar sus cosas.
– ¿Por? ¿Otra vez problemas por los reemplazos?
– No, nada que ver. Nada.
– ¿Entonces?
Sentía su mirada sobre mi nuca.
– Yo qué sé.
– Pero vos no sos así, nunca te peleás. – dice ella.
– Pero me salió así. Quizás a veces sentís que tenés que lastimar a los demás. ¿Ley de transferencia?
Hizo una pausa, como buscando algo en su mente. Algo no le cerraba. Dijo sólo:
– Contame más.
Le conté más:
– Después de comer me estaba muriendo de ganas de fumar. Así que salí a tomar algo de aire y a comprarme unos chicles para distraer al organismo. En el kiosko había uno de esos cartelitos que son como una patente, ¿viste? Había una cámara de filmación dibujada y una carita sonriente. Decía «No lo estamos filmando, pero sonría igual.» Después de leerlo me di cuenta que la camarita estaba tachada con una cruz roja. Y lo terrible, lo peor de todo, es que hice el intento. Al menos para cumplir el cartel, como si se tratara de un desafío, como si alguien me dijera «te apuesto a que no podés hacerlo». Y no pude. Perdí. Apenas logré balancear una comisura hacia un costado, pero no lo suficiente como para lograr una sonrisa. Me acordé de esa boludés que una vez dijo un profe en la facu. «¿Qué es más fácil, llorar con el que llora o reír con el que ríe?» ¿La sabes?
– ¿Es un juego de palabras?
– No gorda, es una pregunta. ¿Qué es más fácil, llorar con el que llora o reír con el que ríe?
– ¿Reír con el que ríe?
–  No, llorar con el que llora. Bah, al menos esta es la respuesta del tipo este.
– ¿Por?
– Porque no siempre uno tiene un motivo real para reír. Y que el otro ría no tiene la fuerza como para contagiarnos de verdad. En cambio, es más probable que uno tenga un motivo para llorar.
– Claro, de última lo tiene oculto ese motivo.
– Claro. Siempre nos pasa o nos pasó algo en la vida. Siempre perdimos algo. A alguien.
– O sea, sugiere que nuestras vidas son una mierda – dijo socarronamente.
– Algo así, gorda. Algo así.
– Igual yo pensé que me ibas a contar más de lo de tus compañeros.
– Ah. No vale la pena.
Tomó el control remoto y cambió el canal que yo había puesto. Y siguió con el zapping.
– ¿Fuiste a buscar las cenizas de tu viejo? – preguntó.
– Sí. No dije nada, pero subí al auto y lloré como un chico. Mi viejito, ahí, en una cajita de madera.
Giró para mirarme y me miró con una ternura lánguida que hubiese podido deshacer cualquier dureza.
– ¿Querés que llore con vos, ahora? – dijo dibujándome los labios suavemente con su índice.
– Nah. Ya lo hiciste cuando más lo necesité. Ahora busquemos los motivos para reír.
– Bueno, ¿pero qué pasó con la notebook esa al final? ¿Hubo novedades?
– Sí. Se la había olvidado Celia en lo de un cliente. Llamaron para avisar.
– Ah, bien.
– Seh. Una boluda. Tendría que haberla mandado a cagar a ella también. Ah, por cierto. ¿El cerro Fitz Roy está en Mendoza? ¿O en Santa Cruz? No sabés el verso que mandé hoy. – dije, y sonreí.

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